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Coffee

Había escuchado las mismas canciones demasiadas veces, conocía el lugar casi de memoria. Intentaba encontrar los ojos de alguna mujer para pasar la noche entre la poca luz y el humo de los cigarros. En mi mesa, una vela a medio derretir alumbraba la otra silla vacía, esperando a quien llegara y me hiciera compañía.
Sobre la mesa que no habían alcanzado a limpiar aún descansaba una taza de café. Yo la miraba mientras esperaba el whisky que no llegaba nunca y mi boca se convertía poco a poco en desesperación por una borrachera súbita. Miré aquella taza blanca, en uno de sus bordes quedaban aún los restos de una mujer que dejaba su presencia en un momento cualquiera, allí habían quedado las huellas de su labial. Me comenzaron a brillar los ojos sobre la porcelana y en el café logre ver a quien allí había dejado su marca de anonimato. Estaba en su habitación, vestida, frente al espejo, pintando sus labios, lanzando un beso a sí misma para comprobar el correcto paso del labial. La vi salir de su casa, cerrar por fuera y caminar, sola, hacia algún lugar desconocido. La vi llegar y aparecer por la entrada que se encontraba a mis espaldas, caminar hacia el tipo de chaqueta negra que se encontraba solo en un rincón, a mí, llegar a él, tocarle, tocarme el hombro, besarle en la mejilla, sentarse junto a él, a mí, tomarme, tomarle la mano, decirle que sí sin que yo se lo pidiera y besarlo con un suave roce en los labios ya húmedos para luego ir a mi casa. No solo la vi, también la olí y la sentí, al punto que un orgasmo recorrió mi cuerpo en el momento en que mi boca besaba en mi mente el lugar menos distante entre la parte interna de sus muslos.

Llegó el whisky, la mesera lo dejó sobre la mesa. Antes que se la llevara y mientras limpiaba tomé la taza entre mis manos, besé la mancha de labial y me perdí en los misterios de una desconocida. Me bebí el whisky de un trago y me fui, persiguiendo a mi soledad y, en esa ausencia, mi propia presencia que se marchaba, ocupó un lugar junto a la taza y juntas respiraron el aroma de un whisky sin dueño.

Esquinas

En la noche tendré visitas, así que obligadamente tengo que comprar algunas botellas de vino. Camino a la tienda para la que tengo descuentos está la casa de Liz y al pasar por fuera me quedo detenido un buen rato. Quizás sería bueno pasar a saludarla, después de todo ha pasado bastante tiempo. Quizás no sea una buena idea pasar a saludarla, después de todo ha pasado bastante tiempo.

Demasiado tiempo.

Últimamente no he pensado en ella, aunque sé que está en algún lado esperando a que pasen las cosas. Ella es así, es de las que dejan que las cosas pasen y no hace mucho intento por cambiarlas o evitarlas. Sin duda ha estado esperando, pero no espera que llegue yo un día cualquiera, como éste, a golpear a su puerta.

Y si golpeara a su puerta ella preguntaría quién es desde adentro y, al escuchar que es mi voz la que dice que soy yo se quedaría muda como si quisiera simular que no hay nadie, o que no ha oído que soy yo quien dice que soy yo. O quizás abra. Si abriera y se encontrara de frente conmigo el diálogo sería:

Yo: Hola.

Ella: Hola.

            Y basta. Yo no tendría más que decir y ella tampoco. Y yo me comenzaría a rascar el brazo y ella comenzaría a masticar algunas de las uñas de sus manos. Y nada más. Quizás a mi espalda se sentirían pasar los autos, y quizás algunos harían sonar sus bocinas pues su casa está al llegar a la esquina, y una esquina sin bocinazos de vez en cuando sencillamente no es una esquina. Y quizás también pasarían personas caminando apuradas para llegar al metro que está a unas pocas cuadras o familias que se dirigen al cine que también está cerca. Pero sin hablar. Quizás diría: ¿cómo estás?, y la clásica respuesta: bien, con su habitual pregunta: ¿Y tú?. Y como ha pasado bastante tiempo sin duda uno de los dos dirá: Tanto tiempo. Y sin duda también el otro responderá: Sí, tanto tiempo.

            Y todo lo invadirá el silencio. Y yo comenzaré a esperar que ella me haga pasar, y ella comenzará a esperar que yo me marche sin hacer el intento de pasar. Y será un silencio que dará ganas de no estar ahí, o de que pase cualquier cosa de la que se pueda hablar o al menos hacer un pequeño comentario, o si la suerte fuera mucha hacer una broma. Un silencio que no se disfruta, como al estar frente a una viuda en el momento justo antes de bajar el ataúd.

            La casa luce igual que desde la última vez que vine, hace ya cerca de dos otoños. Afuera está el mismo árbol sin hojas a esta altura del año. Y del otro lado de la calle la misma vieja sentada en una silla un poco menos antigua que ella mirando a la gente que pasa, la misma señora que ya no debe de estar extrañada de ya no verme entrar a casa de Liz casi todos los días.

            Miro mi reloj y ya son cerca de las dos, y la tienda hoy sábado cierra a las dos. La ocasión es perfecta. Puedo llamar a su puerta y saludarla con un Hola, y hacer las preguntas de rutina. Y apenas comience a sentir que llega el temido silencio incómodo puedo anticiparme a que lo haga y decirle que tan solo la pasaba a saludar y que ya me tengo que ir porque tengo que comprar unas botellas de vino y ya estoy algo retrasado. Así sabrá que me he acordado de ella y no me veré como un idiota en una situación idiota.

            Golpeo dos veces en su puerta y aparece un hombre que no conozco, un poco mayor que yo y con la barba un poco más canosa que la mía. Tras sus piernas se asoma un niño de poco más de un año que me mira asustado. Y desde dentro de la casa se oye una voz de mujer que dice: ¿Quién llama, amor?

– Buenas tardes. Busco a Liz – le digo al tipo.

– ¿Rojas?

– Sí.

– Lo siento – me dice él –, ya hace dos meses que ella se ha mudado. 

            Le hago un gesto con la cabeza, dándole las gracias y pidiéndole las disculpas si es que acaso lo he molestado. Él me hace el mismo gesto diciéndome que no me preocupe y que tenga una buena tarde. Ni él ni yo hemos dicho palabra, pero esta ausencia de palabras ha sido sin duda la más aliviadora que recuerde haber alguna vez sentido. Me voy, directo a la tienda, en silencio, en un silencio que no es incómodo, en un silencio que se puede disfrutar y que tan solo es roto por un bocinazo al querer cruzar la calle sin haberme fijado en el semáforo.

Díganle que me espere

Si viene la muerte

y pregunta por mí, por favor díganle que me espere,

que aún no he terminado mi serie

y no he pagado las cuentas.

Que no encuentro las llaves de la puerta

ni consigo que la ducha deje de gotear,

que no he dado mi último beso,

que no he sacado la basura,

que no he vencido la timidez,

que no he llorado en vano,

que aún no me he peinado

ni me he lavado los dientes,

que no he puesto un pie en Praga

ni he navegado río alguno.

Díganle que debo alimentar a mis gatos

y hacer la lista de compras,

que aún no he sido imprescindible

ni me he asegurado de ser extrañado.

Cuando venga la muerte

díganle que la he estado esperando

y que sé que ya ha llegado.

Díganle que en seguida la alcanzo,

que antes tengo que ir al baño

y no he alcanzado a invitarme

a mi propia fiesta sorpresa.

Díganle que me espere,

que me falta un cuento de Poe

y no he acabado un poema,

que no he reído lo suficiente

ni he vuelto a sentir el olor a pasto recién regado,

que no hallo tenida acorde

y no he probado el suicidio,

que me faltan dos palabras en el crucigrama

y tan solo seis piezas en el rompecabezas.

Díganle que vuelva mañana,

que aún tengo enemigos,

aún me faltan abrazos

y no recuerdo los recuerdos.

Si viene y pregunta por mí,

díganle de mi parte

que por favor vuelva mañana.

Y si acaso llegase a venir mañana,

díganle que la espero, bebiendo, donde siempre.

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